Hola a todos.
Ya estamos en diciembre, ¿os lo podéis creer?
En esta ocasión os traigo un relato original basado en el género «steampunk». Nos dirigimos a un pasado algo distópico en el maravilloso Londres del siglo XIX.
No sé qué relación tengo con esta ciudad. He ido ya tres veces y estoy segura de que volveré en cuanto tenga oportunidad porque me encanta perderme en sus calles y en sus museos.
Espero que os guste. No olvidéis dejarme un comentario para saber qué os parece.

Amelia apretó el paso para llegar a tiempo. Se miró el reloj de pulsera: las cuatro y veintitrés. Dejó escapar el aliento entre sus labios a modo de alivio; aún le quedaban siete minutos. El repiqueteo frenético de sus diminutos tacones creaba una melodía hipnótica, nada que ver con el truculento silbido de las chimeneas expulsando vapor sin descanso. No debería caminar sola por esa parte de la ciudad, pero el mensaje de su contacto era claro: o recogía la mercancía a la hora acordada o se la vendería a otro.
De pronto, su camino se vio obstaculizado por el paso de varios carruajes. Sin duda, la reticencia de unos pocos locos, decididos a no querer avanzar con el desarrollo industrial, era demencial. En pocos años, su amado Londres, ya caótico de por sí, había visto nacer centenares de fábricas, cuyo único propósito era sustentar a la nueva ciudad. New London fue el nombre escogido, y se encontraba a varios kilómetros de altura. Un paraíso al que solo unos cuantos tenían acceso, aquellos designados por la reina, incluida ella misma.
El aire, a ras de suelo, se había vuelto casi imposible de respirar debido a la cantidad de hollín en suspensión, y el sol era un mero recuerdo del pasado. El cochero azuzó a los caballos, de modo que Amelia, al fin, pudo cruzar. Aligeró el paso para llegar a su destino, a tan solo veinte segundos de la hora acordada. Jadeó por el esfuerzo realizado, alisándose la falda a conciencia antes de tocar el timbre.

―Santo y seña ―dijo una voz.
No pudo verle la cara, pero tampoco le importaba demasiado. Ya la conocía, y no era digna de mención.
―El carbón es la vida ―respondió ella.
El sonido de varios cerrojos liberándose provocaron que suspirara complacida: el profesor Forrester tendría a tiempo la pieza que necesitaban. Se regañó por no haber calculado de forma correcta, otra vez, cuánto tardaría en llegar. Hizo una nota mental para que no volviera a suceder.
El hombre cerró la puerta al entrar ella; después, tocó un resorte en la pared. Un panel se deslizó sin hacer ruido y Amelia bajó un par de tramos de escaleras. La tienda clandestina no tenía parangón con nada en la superficie. Apiladas, en columnas perfectas, se veían piezas para máquinas que no era capaz de reconocer. Había estado allí en otras muchas ocasiones, pero la mercancía cambiaba tan deprisa que era difícil no sorprenderse al verla.
―Puntual, como siempre ―dijo aquel mastodonte, sonriendo de forma extraña al otro lado del mostrador.
―Aquí tiene: quinientas libras.
El hombre volvió a sonreír. El precio era desorbitado, lo sabía, pero la ley de la oferta y la demanda se había convertido en su mejor aliada. Sacó una pequeña caja y la abrió a fin de que comprobara la pieza. Terminado el trueque, ella asintió a modo de despedida. Sin mirar atrás, subió las escaleras a toda prisa. Cuando pisó la calle, inspiró agradecida el aire viciado con olor a carbón. Estaba claro que el ambiente a más de cinco metros de profundidad era mucho peor.
A paso ligero, anduvo por las calles casi desiertas hasta la casa de su jefe. Con las manos temblorosas por la carrera, abrió la puerta. Se apoyó en ella para recuperar el aliento. Una vez recompuesta, fue hacia el despacho del profesor. No se sorprendió cuando ni siquiera se dio la vuelta para mirarla.

―¡Ah! Ms. Davies, ya era hora… ―comentó de forma distraída mientras apretaba una tuerca con precisión.
―Profesor Forrester… la tengo…
En ese momento, se giró despacio para mirarla. Amelia abrió el paquete y le mostró la pieza.
―Es usted una caja de sorpresas… ―afirmó John.
―¿Servirá? ¿Podrá imprimir los pases para New London? ―preguntó ella con el corazón a mil.
―Sabe que si nos descubren estaremos muertos, ¿verdad?
―¿Es que no lo estamos ya?
Forrester no tuvo más remedio que darle la razón con un gesto austero.
―Siempre podría volver con su familia en Essex…
―Profesor, a mí no me queda nadie. Estoy sola en el mundo. Prefiero morir en ese cielo que vivir en este infierno. Además, allí conseguiré comenzar de nuevo. Sé que podré encontrar el…
―¿Qué podrá encontrar, Ms. Davies? No se detenga… Prosiga… ―pidió él.
―El amor, por supuesto. Alguien que me cuide y me proteja.
―¿Acaso yo no la protejo?
―A su manera, claro, pero no es lo mismo. Quiero una familia, hijos… Esa tarjeta me proporcionará todo eso, y a usted el puesto que merece.
Forrester apretó las mandíbulas porque no se había dado cuenta, hasta ese instante, de que Amelia podía ansiar mucho más que servir de ama de llaves.
―Venga, pruebe a ver si funciona… ―le instó ella.

Él asintió una vez y regresó a la máquina que estaba fabricando. Un intrincado sistema de poleas, impulsado por un motor alimentado por carbón, hacía mover unas planchas que troquelaban unas finas láminas de metal labrado. El profesor colocó la última pieza: el sello de la corona que rubricaba la autenticidad del salvoconducto.
Tras unos pocos ajustes de última hora, John avivó el fuego y accionó la palanca para imprimir la primera prueba. Decidió emplear una tablilla de madera, algo más gruesa que la plancha de metal. No podía desperdiciar el material, puesto que solo fueron capaces de conseguir tres piezas debido a su alto costo.
Había empeñado buena parte de la herencia de sus padres para lograr los pases porque, una vez en aquella ciudad, no necesitarían dinero. La corona proporcionaba todo lo necesario para el sustento de sus elegidos, ya que sus fortunas se entregaban antes de subir.
El grabado del sello estaba desplazado poco más de medio milímetro. Tras un pequeño reajuste, probó con la siguiente tablilla: perfecta. La segunda copia consiguió ser un rotundo éxito. La miró eufórico y se decidió a imprimir el primer original.
Al retirar la copia de la placa, sus manos temblaron. Rio con fuerza porque lo habían conseguido: irían a New London. Irían… al cielo.

Sed felices y nos vemos pronto.
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